domingo, 19 de agosto de 2007

El Destino. Hoy


Bariloche.

Mochila. Chocolate. Viaje de fin de curso. Luna de miel. Cabañas. Cabalgatas. Ski. Spa.

Lejos, bien lejos. Donde dobla el viento.

En el imaginario de la mayoría de los argentinos Bariloche califica bien alto, y se encuentra allá abajo, “en el sur”.

Ahí estoy yo, o más bien, aquí, en este lugar que la mayoría de los argentinos añora volver a disfrutar sin el vaho de los alcoholes del egreso en la mirada.

Ciudad pequeña.

Pueblote con anabólicos.

Lugar sin medias tintas: la caricia del sol en la cara o el viento que te azota hasta el alma, el sí efímero de las turistas o la histeria pueblerina, el trazado urbano y el tráfico que desespera, pero en cada esquina la presencia del lago que sosiega.

¿Lograré adaptarme? ¿Hasta cuándo me va a durar la distracción de los mil y un paseos? ¿Se hace cine en Bariloche? ¿Cuánto me voy a aguantar el viento?

¿Realmente quiero que una de mis vidas sea patagónica?

1. El Medio

Los aeropuertos son “no lugares”.

Mujeres bien perfumadas. Sonrisas impersonales. Uniformes azules. Formularios en letra imprenta. Matafuegos por todos lados.

Todo estrictamente en su justo lugar y bien limpio; salvo los trapitos.

A nadie sorprende que en todos lados se cuecen habas, lo llamativo del asunto es que sean de la misma cosecha tanto en Córdoba, Ezeiza y Bariloche.

Los aeropuertos son no lugares para los viajeros que se despiden y se reencuentran, pero nadie podrá negarle una identidad colectiva a sus trabajadores: la comunidad aeroportuaria; y más específicamente dentro de ese microcosmos encontramos a la Gran Hermana boba que le asignaron el rol de vigilar y castigar, la joya de la familia setentosa, familia nepotista que se jacta de haber creado una nueva raza canina, un perro que nunca muerda a su amo.

Policía S.A.

(de Seguridad Aeroportuaria)

2. El Viaje

La ruta te mete como en un trance.

Pasando La Pampa uno empieza a confirmar que las proporciones que manejaba eran absurdamente subjetivas.

El cuentakilómetros gira de una manera desproporcionada con la sensación de estar flotando siempre en el mismo lugar.

La increíble cantidad de cassettes que uno cargó no tendría que guardar correlato con la enésima vez que corre la misma cinta.

La cantidad de insectos que se estrolan contra el parabrisas es desproporcionada con la sensación de que no hay vida en esos páramos (he contribuído generosamente al índice de mortandad de la región, pequeño cuadrúpedo incluído).

La ruta te mete como en un trance.

Ni la tormenta que me hostigó irónicamente en el Camino del Desierto logró sacarme del mismo, yo, omnipotente segador de la muerte, no era más que un bichito buki dentro de las nubes que se disputaban por sacarme de la loca carrera hacia mi nuevo “destino”: Bariló, lugar de proporciones deslumbrantes.

Renuncio a los adjetivos. El tamaño de las montañas. La extensión de los lagos. La altura de los árboles. Los pajaritos, cual pterodáctilos.

Llega un punto en que los ojos se empachan de tanta magnificencia, llega un punto que tanta belleza subyuga y se instala en el cuerpo una agradable sensación de leve insecto que bate sus alas en equilibrio y armonía con la Naturaleza.

Espero no estar en la ruta del parabrisas de ningún camión.

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